Con motivo de la próxima bendición de la Sagrada Imagen, y dado que la Hermandad tuvo a bien honrarme nombrándome como su asesor artístico, se me pidió que realizase el diseño de la corona que lucirá sobre sus sienes esta efigie del Rey Santo. El encargo vino con una única premisa, fundamental e irrenunciable, que define a la perfección el espíritu y la manera de trabajar de quienes integran la joven Junta de Gobierno de esta Hermandad: que pensase en una corona de salida definitiva, a la altura de la Sagrada Imagen, y que en ningún caso proyectase una presea menos ambiciosa, por mucho que esto pudiera abaratar el coste de la pieza y, consecuentemente, facilitar y acelerar su ejecución. Los miembros del órgano ejecutivo de la corporación fueron, en este sentido, muy claros: preferían tardar más tiempo en recaudar los fondos necesarios, pero lograr una pieza única, que hacer ahora una corona más sencilla y tener que abordar más adelante la hechura de la presea de salida. Por lo demás, no hubo ninguna otra indicación, y se me dio libertad absoluta para crear la pieza, lo cual agradezco enormemente.
Dado que la Sagrada Imagen que se va a estrenar en breve pretende recuperar la estética original de las representaciones fernandinas, esto es, la iconografía del Rey Santo ideada en el siglo XVII con motivo del proceso de su canonización, de la que ahora se cumplen, precisamente, 350 años; decidí proyectar una corona clásica, que se mantuviera cercana a las piezas de orfebrería del Barroco pleno y, muy especialmente, a las fastuosas preseas que lucieron los reyes y reinas de la dinastía Habsburgo, así como las que, imitando a las anteriores, fueron realizadas entonces para algunas de las devociones marianas letíficas más relevantes del Reino de Castilla. Se trata de piezas muy singulares, que reúnen en su ejecución elementos característicos de la desornamentada platería manierista con otros propios ya de la estética barroca, como las carnosas hojas de acanto; conjugándolos, a su vez, con piezas escultóricas y una notable abundancia de ferroneries y otros motivos arquitectónicos. Estas obras también se distinguen por la profusión de engastes de piedras preciosas y la aplicación de esmaltes, que les dan un cromatismo muy llamativo y singular. Específicamente, he querido hacer un pequeño homenaje a la obra de Alonso García (1599-1640), platero toledano al que se deben las dos espectaculares coronas que posee la Virgen de la Caridad de la localidad de Illescas, otra magnífica corona para la Virgen del Rosario de la localidad de Ajofrín y la tristemente desaparecida corona imperial de la Virgen del Prado, patrona de Ciudad Real. Estas cuatro maravillosas coronas han sido mi principal fuente de inspiración en la elaboración de este diseño, apreciándose especialmente su influencia en el dibujo del canasto, el planteamiento del remate escultórico del mismo y su encaje en la aureola.
La presea consta de canasto y aureola, siguiendo así la iconografía fernandina tradicional, la que se creó para representar al Rey Santo con motivo de su canonización, y que se resume magníficamente en la conocida imagen de San Fernando que realizase en 1671 el gran maestro Pedro Roldán (1624-1699) para la Catedral de Sevilla. Hay, no obstante, una clara distinción entre ambas partes, precisamente para remarcar las dos condiciones que se concitan en la figura de Fernando III de Castilla: la de rey y la de santo. Así, el canasto se concibe como un símbolo de su poder terrenal, por lo que su forma se acerca claramente a la de las coronas reales castellanas, y huye por tanto de los volúmenes más ampulosos de las coronas típicas de las dolorosas. Por su parte, la aureola viene a remarcar la santidad del Santo Rey, su condición de siervo e instrumento del Señor. En la unión entre ambas partes, ilustrativamente, se sitúan el orbe y la cruz, con lo que se señala que es la Fe el eslabón que une ambas facetas de la vida de San Fernando y que les da sentido y unidad como un todo indisoluble.
El canasto presenta un basamento recto, muy clásico, concebido a modo de friso corrido, en el que se aprecia una decoración de ferroneries con ovas, encadenada a unas cartelas en cuyo centro vemos, engastadas, piedras preciosas de tonalidades rojas y verdes, idealmente rubíes y esmeraldas, que eran las más usadas en el basamento de las antiguas coronas reales medievales. Sobre ese basamento se levanta el canasto propiamente dicho, compuesto mediante el entrelazamiento de un motivo de ferronerie que recorre todo el canasto horizontalmente y es cortado verticalmente por seis secciones, delimitadas por motivos mixtos de roleos, volutas y hojas de acanto. En el centro de cada una de estas secciones, la ferronerie se ensancha y se convierte en una tarja o cartela que alberga, en su centro, un motivo principal. Este motivo es, en las secciones frontal y posterior del canasto, un escudo de armas, en la primera el de la ciudad de Cuenca, y en la opuesta el antiguo escudo de Sevilla (el del característico “NO-DO”, que aparece, por ejemplo, en numerosas ocasiones en la fantástica fachada plateresca del Ayuntamiento, que mira a la Plaza de San Francisco). En las otras cuatro secciones, que son las dos laterales de cada cara de la corona, en lugar de los escudos de armas se abren cuatro medallones ovalados con relieves en los que figuran alegorías de las virtudes cardinales: la Prudencia, la Justicia, la Fortaleza y la Templanza. La presencia aquí de las virtudes cardinales no es casual, sino que tiene que ver con que, como ya dijimos, el canasto simboliza el poder terrenal de San Fernando y éstas son, precisamente, las cualidades que en el pensamiento cristiano medieval y renacentista se asociaban a los grandes gobernantes.
El canasto culmina en seis imperiales muy esbeltos y sencillos, sin decoración vegetal, que, sujetan un nudete decorado con hojas de laurel, sobre el cual se abre un plato o peana donde vemos tres figuras. Se trata de representaciones alegóricas de las tres virtudes teologales: la Fe, la Esperanza y la Caridad. La primera aparece como una dama que sujeta una cruz en una mano y un cáliz en la otra, y lleva los ojos vendados. La segunda se muestra como una muchacha que sujeta un ancla junto a ella. Y, finalmente, la última será representada como una mujer joven, con una cornucopia a sus pies y que está amamantando a un recién nacido. Las tres figuras aparecen sentadas, de modo que ocultan una columnilla que termina en unas hojas de acanto que, al abrirse, dan espacio al orbe, que estará terminado en color azul. Sobre el mismo, se yergue una peana cuadrada con una esmeralda engastada, en la que apoya una sencilla cruz biselada, como las que remataban las coronas barrocas que han sido tomadas como modelo. Finalmente, uniendo la base del canasto con el remate del mismo, se dispone hacia ambos lados la aureola que como ya se ha dicho alude a la santidad de Fernando III. Es una sección muy esbelta y sencilla, que quiere alejarse de las clásicas aureolas de las preseas marianas, mucho más elaboradas. Está compuesta por una moldura perimetral decorada con una corona de laurel, que simboliza la gloria imperecedera alcanzada por el Santo Rey, sobre la que se tienden, a intervalos regulares, unas pequeñas cartelas con engastes de aguamarinas ovaladas. Hacia dentro de la moldura vemos una cenefa de ferronerie que alberga ovas lisas y está salpicada por hojas de acanto extendidas. Esta cenefa parte de la base del canasto y, en la parte superior de la corona, se conecta con los acantos que sujetan el orbe, dando así homogeneidad estructural a la pieza. Hacia el exterior de la moldura que hace de alma de la aureola, se tiende la ráfaga, que busca un aspecto uy luminoso, de resplandor o de aura, y por eso está compuesta exclusivamente por diez conjuntos triangulares de rayos de puntas, separados entre sí por rayos flamígeros bifurcados.
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