Fernando III fue decisivo para Córdoba, dándole una vitalidad ausente en sus últimos doscientos años de gobierno musulmán. Deshabitada y rodeada de territorios hostiles, la incluyó en la jurisdicción real y la dotó de un generoso y modélico Fuero de Ciudad, que diseñaba sus instituciones municipales y garantizaba su repoblación con hombres libres, sobre todo castellanos y leoneses. El propio Rey residió en ella hasta liberarla de amenazas bélicas. Córdoba ejerció desde entonces, y hasta 1492, como capital de la frontera, reportándole numerosos beneficios económicos y políticos.
Consagró la Mezquita como Catedral, pero respetando el mihrab y las inscripciones coránicas. Dividió Córdoba en tantos barrios como parroquias creó, catorce: Santa María o barrio de la Catedral, San Miguel, San Nicolás de la Villa, Santo Domingo de Silos, El Salvador, San Juan de los Caballeros, Omnium Sanctorum, Santa María Magdalena, Santiago, San Lorenzo, San Pedro, San Andrés, Santa Marina y San Nicolás de la Ajerquía. Y fundó cuatro notables conventos: La Merced
(mercedarios), San Pedro el Real (franciscanos), Santísima Trinidad (trinitarios calzados) y San Pablo (dominicos).

El santuario está a unos ocho kilómetros de Córdoba, en un paraje de extraordinaria belleza. Se encuentra sobre una pequeña colina. A sus pies corre un sinuoso arroyo, rumoroso en alguno de sus tramos por los roquedales que tiene en su curso, y tranquilo en las balsas que se forman en su recorrido. A ambas márgenes se alza una frondosa alameda, donde anidan multitud de ruiseñores, teniendo al pie de los álamos y a lo largo de todo el curso del arroyo centenares de rosales y flores silvestres, enredaderas y espinos.

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