Eran tiempos difíciles entre reinos. Castilla, Francia, Inglaterra, Navarra, León, Aragón, Aquitania, todos y cada uno de ellos luchaban por mantener la hegemonía de poder, su territorialidad, su expansión y su identidad, legitimando su herencia, estableciendo alianzas matrimoniales y buscando el apoyo nobiliario o eclesiástico. Mientras, Al-Ándalus seguía manteniendo a raya su islamización y provocando, a su vez, enfrentamientos entre los enemigos. Alfonso VIII decide atacar Cuenca, conquistarla y así poder saltar la línea del Tajo, hasta ahora inexpugnable por esos pactos y alianzas. Conseguirá el apoyo del rey aragonés Alfonso II y con ello, afrontará la decisión. Sabedor de las graves dificultades que arrastraría la toma de aquella plaza, Alfonso VIII reunió en la corte burgalesa a todos sus nobles y a los obispos de Palencia, Burgos, Calahorra y Toledo.
Eran sus más fieles asesores y ellos determinarían cuántos hombres podían disponer y dar tiempo a que los ingenieros reales preparasen todo tipo de planimetría y bocetos de diseño para las armas de asalto necesarias para su consecución.
Los preparativos militares y la concentración de sus huestes lo harían en pleno invierno, a finales del año 1176, para así poder asediar la ciudad a principios de año, una vez pasadas las nieves.
Cuenca estaba franqueada por una fuerte muralla y nueve puertas, de las que tres eran principales y estaban muy bien custodiadas. La defensa natural de sus ríos, con esas depresiones que le daban forma, la hacían mucho más difícil en provocar el sitio, máxime cuando era una ciudad bastante desconocida para los castellanos
Vivían unos 700 habitantes, de los cuales solamente 300 eran varones y disponían de armas para su custodia. Los defensores tenían colocadas más de veinte catapultas en los flancos hacia el río Júcar y en la parte del Alcázar para, con ello, controlar el ataque por los flancos del poniente. Además, contaban con dos grandes silos en el centro de la ciudad, uno de ellos en la misma parte del Alcázar, difícil de llegar a él por estar bien resguardado ya que esa parte era donde se encontraba la zona noble de control de la misma. Con esas reservas tenían sus habitantes para bastantes meses, pues al ser una población escasa podía abastecerse con mayor facilidad.
Alfonso VIII sabía que la ayuda que podía tener la guarnición de la ciudad de Cuenca iba a ser mínima, pues el grueso del ejército almohade, sobre todo el que podía acceder a los lugares de necesidad, se encontraba inmerso en una epidemia de cólera provocada por la llegada de barcos tunecinos infectados desde Sicilia, en la zona norte de África.
Habría también una importante ayuda cristiana que sería definitiva en aquellos momentos. La plaza de Uclés, donde se encontraba la capital de la Orden de Santiago, se había fortalecido gracias a la ayuda prestada por el rey Lobo antes de morir. Por otro lado, las órdenes militares de Alcántara y Calatrava, ya creadas, habían ido fortaleciendo su ejército de freires y podían servir de fuerte apoyo a cualquier acción a tomar.
Si a esto añadimos los caballeros del Temple que, desde su tierra de Aragón y Cataluña, estaban dispuestos a ayudar a su rey aragonés en su alianza con el castellano, las fuerzas empezaron a multiplicarse en poco tiempo.
El potente ejército en número y armas estableció su campamento en los llanos de la aldea de Jábaga, desde donde se divisaba fácilmente toda la ciudad de las Hoces. Mientras, un destacamento de cien hombres realizaba diariamente un recorrido por la parte del río Huécar, sobre todo para advertir a la guarnición musulmana que seguían estando allí para conseguir su propósito. Con ello, controlaban la posible salida de emisarios que pudieran marchar para pedir ayuda a las guarniciones andaluzas.1 El rey castellano convocó a todos los nobles que quisieran unirse al ejército para llevar a cabo tal hecho.
Durante el primer mes de asedio, las tropas cristianas con el rey Alfonso VIII a la cabeza, pusieron en marcha la fabricación de diferentes armas de asalto en función de los estudios que los ingenieros allí desplazados fueron analizando. Se estudió al detalle cada posible acceso, la parte oriental y la occidental. Tal vez, la parte que mira al Júcar pudiera ser más asequible en la zona baja, pero había que superar una albuhaira o albufera de gran cantidad de agua que les servía de fuerte defensa. Para ello, debían preparar dos balsas de transporte para salvar la empalizada de trinchera que bordeaba la misma. El único lugar franqueable era la unión de las aguas de los dos ríos, concretamente, en la desembocadura del Huécar en el Júcar, aunque allí había una fuerte guarnición musulmana.
Decidió Alfonso VIII colocar dos campamentos de asedio. Por un lado, en las tierras de Jábaga estableció el campamento real, donde se ubicaba su tienda y la de su aliado Alfonso II de Aragón. Desde el altozano en que se divisa toda la extensa panorámica, podían analizar la evolución de la ciudad sitiada sin que el peligro directo pudiera ser un inconveniente para establecer la estrategia de ataque.
Mandó el rey Alfonso a su escolta construir un pequeño altar en piedra, junto a la tienda donde guardaban los enseres religiosos, para colocar allí a la Virgen del Sagrario, imagen que portaba siempre consigo en todos y cada uno de sus viajes.
Era una imagen en talla de madera, pequeña, dedicada a Santa María, con una devoción profunda desde que llegó a Toledo traída por san Eugenio y que –según la tradición–, había pertenecido a los Apóstoles. Allí la recibió su bisabuelo Alfonso VI, el cual la había colocado como patrona de su trono real.
Esta imagen era una talla románica en madera, policromada en los talleres de Monfort de Lemos, dedicada a Santa María como advocación de todos los reyes cristianos en sus conquistas y repoblaciones. Tiene la imagen al Niño sentado en sus rodillas con una bola del universo con cruz en su mano izquierda; y tal era su devoción, que corría entre los devotos ese rumor penitencial de que «el día que al Niño Dios se le cayese la bola sobrevendrá la destrucción del mundo.» 2
El canciller Giraldo en su citada crónica, comenta minuciosamente la disposición de las tropas de Alfonso VIII en su cerco a la ciudad. Hace una perfecta descripción táctica:
"Las colocó en cuatro partes para bien distribuir a los sitiadores evitando así la salida de los moros;
Debajo de las cuesta de Conca, en un punto que pasa el Huécar, hicieron los moros un muelle y taparon de modo que el agua salía por encima del puente, obligando casi a su huída, apartándose e lugar seguro y pasaron mucho mal por donde iban las aguas, quedando pantanos y zanjas por las que no se podía pasar. el 12 de julio los moros hicieron una salida y consiguieron avituallarse a costa de grandes pérdidas, aunque luego ya fracasarían." 3
De una u otra manera, sin saber exactamente cómo y cuándo, la ciudad caía en las manos cristianas, la madrugada del 21 de aquel mes de septiembre (algunos cronistas hablan de unos días antes). Un griterío ensordecedor advirtió al rey y a su Corte de que el triunfo estaba a punto de conseguirse y que la ciudad de las Hoces, la que tanto y tanto había costado rendir, estaba a punto de ofrecer su vasallaje al rey de Castilla.
Así sucedía y así quedaba escrito. Una copia de un diploma regio lo advertía:
«Facta carta in Conca, quando fui capta.»
Cuenca era la primera conquista del rey Alfonso VIII cuando aún no había cumplido los veintidós años. Después de nueve meses de asedio se le entregó la plaza y con ella, «la fortaleza de Cuenca y sus torres se le sometieron. Sus roquedales se hicieron accesibles y su escabrosidad llanura. La consiguió tras muchos trabajos y la convirtió en ciudad regia.»
Alfonso VIII hizo de su nueva conquista la capital y plaza fuerte avanzada de la frontera castellana con el reino de Aragón y con las tierras almohades de Valencia; dotó a Cuenca de concejo y trató de darle todo lo necesario para el buen gobierno.