En tiempos de Carlos II, como bajo sus predecesores, las honras fúnebres
dedicadas a la familia real permitieron ensalzar en el púlpito de la Capilla Real la piedad de la Casa de Austria . Los predicadores reales aprovecharon las exequias para proclamar la santidad de los parientes difuntos del monarca, glosando sus devociones y virtudes heroicas. La imagen de la santidad regia planeaba sobre el conjunto del linaje, aún cuando algunos de sus exponentes no se hubiesen caracterizado precisamente por su vida piadosa (baste como ejemplo la de su padre Felipe IV, tan dado al “pecado carnal”). Sin embargo, la Monarquía Hispana carecía de un rey santo de culto reconocido por la Santa Sede, a diferencia de los principales reinos europeos que contaban con reyes santos desde los tiempos bajomedievales .
dedicadas a la familia real permitieron ensalzar en el púlpito de la Capilla Real la piedad de la Casa de Austria . Los predicadores reales aprovecharon las exequias para proclamar la santidad de los parientes difuntos del monarca, glosando sus devociones y virtudes heroicas. La imagen de la santidad regia planeaba sobre el conjunto del linaje, aún cuando algunos de sus exponentes no se hubiesen caracterizado precisamente por su vida piadosa (baste como ejemplo la de su padre Felipe IV, tan dado al “pecado carnal”). Sin embargo, la Monarquía Hispana carecía de un rey santo de culto reconocido por la Santa Sede, a diferencia de los principales reinos europeos que contaban con reyes santos desde los tiempos bajomedievales .
Durante los primeros años del reinado de Felipe IV se promovió desde la Corte la canonización de algún rey de Castilla o de Aragón que se hubiese distinguido por su vida virtuosa y por su empeño en la propagación militar de la Fe. El propio Felipe IV declaraba cuánto le interesaba al reino “ver uno de sus reyes en el Catálogo de los Santos, requisito que faltaba a la grandeza de esta Monarquía”.
Tras plantearse varias candidaturas como las del rey de Castilla Alfonso VIII y del rey de Aragón Jaime I el Conquistador, al final los recursos de la Corona se concentraron en probar ante Roma la santidad de Fernando III, rey de Castilla y León (el conquistador de Sevilla). El lento proceso de beatificación y canonización de Fernando III sufrió los avatares de las relaciones entre la corte de Madrid y la Sede Apostólica, especialmente, bajo el pontificado de Urbano VIII, quien, como bien se sabe, inclinó decididamente la política de la Santa Sede a favor de Francia y en contra de España. De esta forma se frenaba la polìtica de “canonizaciones españolas” que habían tenido lugar en los primeros años del reinado bajo el pontificado de papas “pro-hispanos” (Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola o San Francisco Javier).
A partir de 1629, se proponen como candidatos a la canonización al carmelita Juan de la Cruz, al beato Simón de Rojas, al cardenal Cisneros, al inquisidor Pedro Arbués y al citado rey Fernando III, entre otros. Sin embargo, Urbano VIII estableció la prohibición de canonizar a nadie que hubiera muerto en los últimos cincuenta años. Aplicar este criterio significó excluir a Juan de la Cruz y a Simón de Rojas. Decidió también el papa excluir a quienes hubiesen recibido ya algún tipo de culto, aunque esto viniera ocurriendo desde “tiempo inmemorial”. Con esta otra puntualización, se sacaba, igualmente, de la lista de candidatos, al rey Fernando III. Abundando en su idea, decidió finalmente Urbano VIII que, en adelante, no se canonizaría más que en tandas de cuatro santos, como mínimo, cada vez. Al mismo tiempo, ordenó que las sesiones en que había que estudiar y decidir sobre cada canonización se distanciaran entre sí mediante períodos mínimos de seis meses. Al parecer, el papa estaba dispuesto a dejar a los españoles que aspiraban a la santidad oficial sin su principal mérito: el de venir recomendados por el Rey Católico.
Todo quedó, por tanto, paralizado, hasta 1644, fecha en que subió al solio pontificio el papa Inocencio X, favorable a los intereses españoles. El nuevo papa revocó las disposiciones dadas por su antecesor, con lo que quedó desbloqueado el proceso de canonización de Fernando III. Pero el desenlace final del mismo sólo se produjo en tiempos de otro papa igualmente favorable a España, Clemente X, quien reconoció el culto público a san Fernando eel 7 de febrero de 1671, reinando ya Carlos II.
La decisión papal fue comunicada a doña Mariana de Austria, madre y regente de Carlos II durante su menor edad. La bula papal autorizaba a celebrar anualmente la fiesta de san Fernando, en todos los reinos de la Corona de España, el día 30 de mayo por sere el día de su muerte y, excepcionalmente, autorizaba también que se festejara aquel acontecimiento de forma especial dentro del año de 1671, en la fecha que pareciera más conveniente. Inmediatamente la Reina gobernadora hizo publicar el breve y una cédula real de 23 de marzo, enviada a todas las ciudades, para que se celebrara el nuevo culto. El 3 de septiembre de 1672 Clemente X ampliò amplió la veneración de San Fernando a toda la Iglesia universal y lo incluyó en el martirologio romano. Según afirmó Antonio de Solís .
En junio se celebraron en la Real Capilla de Palacio los breves pontificios. El culto al rey santo permitió a los predicadores glosar la obediencia debida a un trono sagrado y la santidad comunicada al conjunto del linaje por medio de la sangre regia. Además, la elevación a los altares de Fernando III fue utilizado por la regencia de Mariana de Austria para asociar su gobierno con la “Pietas Austriaca” y para remarcar su estrecha relación con la sacralidad. En el discurso pronunciado por el predicador Bartolomé García de Escañuela el 7 de junio de 1671 con ocasión de la primera celebración del culto al Rey Santo, la reina doña Mariana fue caracterizada de “Santa” al estar vinculada por sangre con Fernando III, y relacionada con la reina Berenguela, madre del santo rey, reconocida por su prudencia y devoción. Y es que a la altura de 1671, la Reina regente, que ya había expulsado a Nithard, seguía trabajando en pos de su legitimación.
Podemos decir que en la época barroca, la Monarquía, a través de su proceso absolutista, lograba convertirse en la instancia suprema. Pero tan importante como el ejercicio del poder era su representación, como señala Saavedra Fajardo, uno de sus principales teóricos. La imagen sagrada de la realeza hispana se constituirá en el principal componente de la ideología política. Los distintos instrumentos de la propaganda regia incidirán en su carácter espiritualista, ya sea, a través del arte, la literatura y, muy especialmente, la fiesta, debido a su carácter masivo y en la que muy a menudo convergían los otros dos mecanismos, a través de los sermones, las representaciones teatrales, las arquitecturas efímeras y los emblemas que las decoraban. La sociedad sacralizada del Antiguo Régimen y la vinculación en la práctica entre el Estado y la Iglesia hacían verdaderamente fácil, y hasta inexorable, esta unión entre el Rey y Dios, fruto tanto de la convicción como de los intereses políticos.
En España no se insistirá en la deificación, como sucedía en la vecina Francia, pero sí en su título de “Rey Católico”. El ideal de “Príncipe Cristiano”, formulado por Ribadenayra en contraposición a Maquiavelo, será recurrente. Un rey que tandrá en la religión su verdadera Razón de Estado y que encontrará en la virtud su guía para lograr el favor divino. En la historia se hallarían algunos modelos de monarcas virtuosos o piagoso, elevados a la mitificación, como Felipe II y, por supuesto, Fernando III. Para la mentalidad de la época se trataba ya de un santo y del rey ideal, cuya piedad y defensa de la Fe contra herejes y, sobre todo, infieles, había sido premiada por la providencia con la reconquista de Andalucía.
Si había un rey necesitado de un impulso propagandístico, e incluso legitimador, ese era Carlos II, sobre todo, durante su minoría de edad. Su naturalezza enfermiza y la situación anómala de una regencia que favorecía las luchas cortesanas, provocaban que la opinión pública contraria al gobierno, frente a los distintos validos de la Reina doña Mariana de Austria, se estuviera desarrollando más que nunca.
La canonización de Fernando III, apoda con vehemencia por Felipe IV y la Reina gobernadora, como ya hemos visto, llegaba en el mejor momento. La explosión del fervor religioso, sobre todo en el sur de España, donde existía una gran devoción al nuevo santo, no iba a ser la única consecuencia. Se ponía en marcha el “espectáculo del poder”, uno de los principales mecanismos de dominación, de difusión ideólogica y adhesión, con los que contaba la Monarquía, así como las demás instancias del poder: la fiesta. Las ideas de Maravall (7) sobre la cultura barroca, si bien, matizadas por diversos autores, siguen siendo válidas. Se buscaba la adhesión extrarracional, movilizar los ánimos hacia un poder y una determinada concepción del mundo, y para ello nada mejor que tratar de seducir, de conmover, de afectar a los individuos por medio de la fiesta. Era la puesta en práctica de la retórica aristotélica tomada por el Barroco para conseguir la dominación persuasiva: “docere, delectare, movere”.
No se puede dudar del carácter monárquico de las fiestas de 1671, teniendo en cuenta sus promotores y fines. Mariana de Austria fue su impulsora, como hemos visto ya, ordenando a todas las instancias de poder que la celebraran.
Los santos eran los grandes héroes de aquella sociedad sacralizada y empapada de trascendencia. La canonización de un rey castellano redundaba en el prestigio de la institución monárquica, pero especialmente en el de su titular. La relación entre el rey santo y Carlos II favorecía la imagen piadosa y sagrada del monarca actual y también la de su madre y regente, a la vez que se dotaba a la publicística regia de un carácter triunfalista, en medio de la realidad decadente, con la vinculación con aquel antepasado victorioso. Esta identificación se pone directamente de manifiesto en la literatura de los sermones, canciones, emblemas y arte efímero, desarrollados en el marco de aquellas fiestas. En las funciones realizadas por la Inquisición en Códoba, en el convento de San Pablo, aparecían en un mismo escenario el estandarte de San Fernando, el retrato de Carlos II y el ave fénix en el momento en el que se consume en el fuego antes de renacer; Carlos II era el ave fénix renacido de las cenizas de su abuelo, tal como explica el autor de la relación festival.
Pero, a su vez, eran fiestas religiosas, con un contenido también propagandístico de la Iglesia a nivel nacional. Numerosas eran las celebraciones religiosas en las que de forma directa o indirecta se exaltaba a la Monarquía. Fiestas inmaculistas y de desagravios promovidas por la Corona, el establecimiento de funciones anuales como la Virgen del Patrocinio de 1656, rogativas y acciones de gracias en guerras, nacimientos de príncipes, … mostraban la piedad de los monarcas y la solidaridad entre el Absolutismo y la Contrarreforma. Aunque, posiblemente, en las fiestas de San Fernando, la transposición de intereses regios a realidades sacras llegó a su máxima, o cuanto menos novedosa, expresión.
Fuente: Reinado de Carlos II
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